Estimada hermana...
Gracias por compartir tus vivencias en relación a la iconografía...
La experiencia del ícono, creo, es como una marejada
que entra en el corazón para quedarse… y se mueve, constantemente. A mí me ha
tocado descubrir de la mano de nuestros hermanos ortodoxos que entrar en el
mundo del arte, en el mundo de la belleza, en el mundo del ícono significa
introducirse a un modo de vida "eclesial", con otros criterios, donde
toda nuestra existencia psíquica y corporal puede acceder a otro estado, donde
nada de lo que nos ha regalado el Señor de la vida sobra, nada se pierde, todo
se transfigura: la creación limita con el Creador ontológicamente (no se trata
de una relación puramente "ética").
Esto, por cierto, sólo alcanzo a atisbarlo. Lo
entiendo con la cabeza, pero no sé hasta qué punto he podido vivirlo… Estamos
llenos de pretensiones, y no es malo, sólo que para la vida en el amor estas
pretensiones se deben catalizar con la humildad. Y me refiero a la pregunta que
por lo menos yo me hago continuamente y que muchas veces me desalienta: ¿es
realmente bueno lo que hago?
No lo sé, te repito que creo que es bueno tener
pretensiones, querer hacer cosas bonitas, agradar, porque detrás de esas pretensiones
se esconde un deseo de comunión. (...) Cuando se es capaz, creo, de
entrar en ese estado de cosas que te decía antes, cuando te dejas mirar por los
íconos, cualquier valoración sobre la calidad artística es relativa.
En este punto (el más importante para mí) el pintor de
íconos enfrenta los mismos desafíos que cualquier creyente. Sin duda hay mucho
que aprender sobre cómo funcionan las líneas y los colores, mucho que aprender
del arte en general, pero en el caso del ícono toda destreza es relativa. No
hay que dejar de aprender y exigirse, pero "amantemente". ¡Si nos
diéramos cuenta de la Gracia que se derrama sobre nosotros sólo con mirar un
ícono, sólo con tomar un pincel! En fin. Te saludo por ahora y gracias de nuevo
por tus palabras.
Un abrazo,
F, Atenas
Eremitas de Mátraverebély
Hungría
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