en la Iglesia Católica de rito oriental "San Jorge"
Bendición presidida por Saiedna Ibrahim Salaméh
Obispo del Exarcado de Antioquía en Argentina
En el camino del artista, en el camino de cualquiera que quiera salir
del sonambulismo de lo cotidiano, hay una búsqueda, una profundización, una
interrogación. O bien, de un modo más simple, con una palabra que resume todo,
hay un despertar.
El
arte nos despierta. Nos arroja en lo profundo de la existencia. Nos hace
hombres y mujeres y no máquinas. Hace a nuestros gozos solares, y a nuestras
heridas sangrantes. Nos abre a la angustia y a la maravilla.
El sentido del arte
propiamente litúrgico es el de ser el soporte de la contemplación, hacer posible el conocimiento de
Dios mediante una cierta belleza, esa que, como dice Dionisio el Aeropagita,
“suscita cada comunión”. Yo invertiría el orden diciendo: la belleza que cada
comunión suscita, comunión que tiene como fundamento y forma suprema la
revelación.
El
arte no trata tanto sobre lo “sagrado”
cuanto sobre lo “santo”.
Lo
“sagrado” es una categoría estática que divide: se da así lo sagrado y lo
profano. Lo “santo”, en cambio, es un dinamismo de santificación; lo “profano”,
en realidad, es profanado: hay que
liberarlo de la mentira, de la posesividad, de la objetivación para que se
ilumine al gran sol de la resurrección, para que sea santificado. Lo “sacro” es un estado, un espacio delimitado. Lo
“Santo” es el esplendor de una persona: en Cristo, el Dios “tres veces santo”
se ha hecho rostro y, por tanto, mediante Cristo, puedo ver en Dios todo
rostro.
El
artista, que a veces es sencillamente un artesano, asume entonces una diaconía
eclesial. No puede ser sino un hombre de fe que hace suyo el credo mediante la
oración, la ascesis, la apertura al gran río de la vida de la verdadera
Tradición, que podríamos definir como fidelidad a la Palabra incesantemente
actualizada por el Espíritu. El artista, o el artesano, se esfuerza por
descolgarse de su subjetividad cerrada, por ver su modelo en una contemplación
trans-subjetiva, trata de transformar, gracias a la cruz, las “pasiones”
ambiguas y pasivas en compasión creadora.
Pero
entonces, diría el hombre de hoy, el pintor de iconos o el compositor que hace
música al servicio de la Palabra no son del todo libres. Pero, ¿qué entendemos
por libertad?
Lógicamente
hay que responder: ser libre es hacer lo que uno quiere.
Pero,
¿quién quiere?. Este quién, ¿no es el
hombre que está dividido dentro de sí mismo, contradictorio, que “no hace el
bien que ama sino el mal que odia”, el hombre abandonado a las pulsiones de su
inconsciente, a las modas, a las grandes fuerzas de la sociedad y del cosmos?.
La belleza creada por este hombre, si tuviera que aventurarse en el campo
litúrgico, ¿no corre el riesgo de ser una belleza de posesión?
¿No
es acaso más libre, verdaderamente más libre, el hombre liberado, pacificado, al que la fe ha salvado de la angustia, al
que la oración ha sacado del narcisismo, el hombre simultáneamente abierto y
unificado en la luz de la gracia, el hombre que, habiendo renunciado a ser un
demiurgo, se acepta como creador a imagen de su Creador?
Por
este motivo el arte litúrgico no puede existir sin reglas, sin “cánones” que
constituyan su forma de ascesis. Los cánones determinan la posición de las
escenas, la individualidad de los rostros, en el respeto hacia el fiel más
humilde que debe poder reconocer a sus amigos los santos. La perspectiva
invertida, presentar la figura de frente, el papel esencial del rostro, la
parte del cuerpo más transparente de la persona, tantas indicaciones de los
cánones que precisamente permiten que la belleza suscite comunión y sea
suscitada por la comunión.
Pero
esta ascesis, tanto en la vida como
en el acto creador, al tiempo que da un valor humilde al trabajo repetitivo del
artesano, permite que el gran genio sea libre, con una libertad que ya no lo separa del amor. Bastaría con pensar en
cualquier obra maestra de esta tradición: el Cristo de Sopocani, sobre el que
Yves Bonnefoy ha escrito páginas decisivas; el Descenso a los infiernos de
Chora, en Constantinopla, o la fluidez de André Rublëv.
De
este modo, occidente se ha movido hacia un arte no de transfiguración, sino de
éxodo, un arte que explora el eros y el cosmos, abandonados por un cristianismo
piadoso y moralizante. Oriente ha salvado el secreto del rostro, occidente ha
escrutado el esplendor del cuerpo y ha encontrado lo sagrado cósmico, sobre
todo cuando se le han abierto las artes “primitivas” y el otro hemisferio
espiritual de la humanidad, que va dese la India hasta Japón, cruzando el Tibet
y China. Más allá del arte abstracto, pero gracias a él, ha surgido la poética
de lo sensible. Mañana, tal vez, surgirá la de los rostros: porque al final del
proceso que descompone lo humano, en lo profundo del infierno, aparece la luz,
desde el momento en que Cristo no deja de descender a los infiernos y en el que
el nihilismo occidental es quizá hoy el único lugar posible de su resurrección…
El
arte litúrgico de oriente podría ayudar discretamente a esta evolución.
Algunos, entre los ortodoxos puros y duros, quisieran hacer del arte de los
iconos un arte “sacro” que, como contraste, descalificaría al resto del arte.
Por el contrario, se puede ver el icono como una inmensa bendición y el germen
de un divino-humanismo: lo que fue esbozado en los siglos XIII y XIV con el
“renacimiento de los Paleólogos” y con Teófanes el Griego, eso que hoy busca
SorinDumitrescu en Bucarest, Elías Zayat en Damasco, etc.
En
el mundo occidental, que se extiende hoy por todo el planeta, aparte de las
sobrias exigencias del arte propiamente litúrgico, la creación tiene que ser
completamente libre, con una libertad violenta, trágica, tal vez parecida a la
blasfemia. La “blasfemia”, sin embargo, implica todavía una relación con Dios,
al contrario que la indiferencia, que es el sueño del alma. La “blasfemia” ha
de ser percibida por los cristianos como una pregunta que se les plantea
duramente. La última tentación de Cristo,
poderosa novela de Kazantzakis, película mediocre y sanguinaria de Scorsese,
plantea una pregunta auténtica, decisiva para la nueva evangelización de
Europa, es decir: la relación de Cristo con el eros.
La
verdadera respuesta cristiana a la “blasfemia” y a la indiferencia (aparente)
de nuestra época, me parece que debería ser, en el primer lugar, el desarrollo
de un arte litúrgico radiante, como una alta montaña en la que se condensa el
cielo en la nieve luminosa que hará nacer los arroyos, los ríos, los prados y
las viñas. Se necesitaría después el desarrollo del arte del nártex, un arte de
“caminantes”, de “stalkers” (en el sentido que ha dado Tarkovskij a la palabra)
envueltos por la dulce luz de la belleza por un lado, y el horror del mundo por
otro. Pienso por ejemplo en Dostoevskij, en Péguy, en Bernanos, en T. S. Eliot,
Pasternak, …. Como si hubiera llegado el momento en que la libertad debe
elegir: o disgregarse o intuir, en el mismo fondo del infierno, a la luz de
algunas miradas –la de la Virgen de Vladimir o la de Mouchette- que la libertad
necesita ser liberada.
CLEMÉNT,
OLIVER; Surcos de Luz. La fe y la belleza;
Ed. Monte Carmelo; España; 2005.
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