El místico sólo gradualmente va adquiriendo
conciencia de la facultad que ha recibido para distinguir la franja indefinida
y común de las cosas con más intensidad que su núcleo individual y preciso.
Durante mucho tiempo, creyéndose semejante a los demás
hombres, trata de ver como ellos, de hablar su lenguaje, de sacarle gusto a las
alegrías que les satisfacen. Durante mucho tiempo, con el fin de aquietar la
misteriosa necesidad de una plenitud cuyo influjo le asedia, trata de derivarla
hacia algún objeto particularmente estable o precioso, al que, en medio de los
goces accesorios, se aferran la sustancia y la plenitud de la delectación.
Durante mucho tiempo pide a las maravillas del arte la exaltación que da acceso a la zona, su zona propia, de lo extrapersonal y de lo suprasensible, y trata de hacer palpitar, en el Verbo Desconocido de la Naturaleza, la Realidad superior que le llama por su nombre…
Feliz quien no haya logrado sofocar su visión…
Feliz quien no sienta temor de interrogar
apasionadamente sobre su Dios, y sobre las Musas, y sobre Cebeles…
Pero feliz, sobre todo, quien, superando el
dilentantismo del arte y del materialismo de las capas inferiores de la Vida,
haya oído que los seres le responden, uno a uno y todos en conjunto: “Lo
que tú has visto pasar, como un Mundo, detrás del cántico, detrás del color,
detrás de los ojos, no está aquí ni allí: es una Presencia extendida por todas
partes. Presencia vaga todavía para tu vista débil, pero progresiva y profunda,
en quien aspira a fundirse en toda diversidad y toda impureza”.
Teilhard de Chardin, Himno del Universo, XI, p.86
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